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jueves, 8 de diciembre de 2011

La irresistible ascensión del PSOE

En el acoplamiento del antiguo régimen con el nuevo, Felipe González, sin duda el mayor talento político de nuestro siglo, puso vaselina. Hombre de orden procedente del sector católico, supo ver con extraordinaria claridad que el futuro del país y más particularmente el de los políticos de la oposición y el suyo propio, estaba en la continuidad. Él fue el que abrió la marcha en la dirección correcta y lo hizo en sólo tres etapas: primero consiguió escalar la jefatura del PSOE cuando el partido no era casi nada fuera del papel. Esto ocurrió en el congreso de Suresnes, en 1974. Unos días después recibió una visita del Gran Hermano en forma de emisarios del franquismo. Todos eran personas civilizadas, todos eran políticos. Llegaron a un rápido acuerdo y él se comprometió a no aliarse con los comunistas, a dejarse de veleidades republicanas y a acatar al rey impuesto por Franco. No contó, lógicamente, con la opinión del partido, ni siquiera con la de su mano derecha, Alfonso Guerra, quien todavía andaba de extremista de trenca, pelo largo y gesto hosco. Después de este pacto, Felipe pasó a la segunda parte del plan, desmarcarse del conjunto de la oposición. La izquierda absolutamente ignorante de la maniobra (ni su alter ego Alfonso lo sabía) recibió el torpedo por donde menos lo esperaba porque la realineación dejaba en mantillas y fuera de juego incluso al eurocomunismo de Carrillo. Después del impacto, la izquierda quedó irremediablemente tocada del ala (y ya, las cosas como son, nunca han vuelto a ser la misma, especialmente después de que el huracán de la Historia dejara en pelotas, y con las desaseadas vergüenzas al aire, a la URSS, China y Cuba.

Los líderes de la izquierda en otras formaciones políticas, cuando vieron que Felipe se pasaba al enemigo con armas y bagajes, temieron por sus garbanzos y se precipitaron a imitarlo. Después de toda una vida predicando el evangelio republicano, en cuanto atisbaron el señuelo de la prebenda, el banco parlamentario, el sueldo, las dietas, la secretaria de muslos poderosos y el coche oficial, se hicieron monárquicos de toda la vida y perdieron el culo por verse incluidos en las negociaciones con el gobierno.

¿Y el barco de la renovación? ¿Y el hermoso proyecto con tanto mimo transmitido a través de los cuarenta años de exilio o dura travesía en el páramo franquista?

El proyecto fue abandonado hasta por las ratas. Allá quedó, desamparado y a la deriva, vencido antes de entrar en combate, con su carga de promesas de transformación social y política sin desembalar, con el leninismo de Carrillo y el marxismo de Felipe metidos todavía en su papel de celofán y con la, una vez más, traicionada bandera tricolor colgando fláccida del mástil.

Se conoce que los colegas de Felipe no eran mejores que él. Por otra parte hay que entenderlos. Es que llevaban muchos años en la cola, esperando pacientemente a que cayera el franquismo para mandar y realizarse. No era cosa de escrupulizar por cuatro tonterías y poner en peligro la poltrona. Hay que estar a la que salta.

La tercera etapa de Felipe consistiría en abjurar del marxismo y poner rumbo al centro donde estaban los más nutricios pastos del rebaño electoral. Para ello pactó con quien fue menester, tranquilizó a la suspicaz derecha y esperanzó a la izquierda, pactó con los poderes fácticos y hubiera pactado con el diablo con tal de alcanzar el poder. El electorado se tragó el anzuelo de los cien años de honradez, del más vale dejarse de leninismos utópicos e ir a la socialdemocracia que es donde está el pan de todos y la  modernidad europea. Los electores lo refrendaron en las urnas una y otra vez. Es que no escarmientan.

Vayamos a los hechos y sigamos más menudamente la moviola desde 1974: los buitres del rojerío perchaban con la boca hecha agua sobre el franquismo agonizante esperando la muerte del dictador que se adivinaba inminente. Crearon la Junta Democrática, presidida por Santiago Carrillo, extraña jaula de grillos donde se agruparon el Partido Comunista, el Partido Socialista Popular de Tierno Galván, el Partido del Trabajo, de izquierda radical, y Comisiones Obreras: prácticamente toda la oposición al franquismo con la notable excepción del PSOE, porque, por los motivos arriba expuestos, Felipe, flamante patrón de la nave socialista, escondía en la manga el as de la complicidad y el apoyo franquista. Vean si no: a raíz de los Suresnes (estamos en 1974 y vive Franco todavía) en el diario gubernamental Pueblo, en la sección "La Colmena" que publicaba Pedro Rodríguez, aparecía el nombramiento de "el joven Isidoro" en el congreso socialista. La noticia ponía a Felipe González a los pies de los caballos del Fiscal General del Estado. ¿Recibió la policía orden de detenerlo en cuanto cruzara la frontera? Nada de eso, más bien todo lo contrario. De las alturas del poder llegó un totalmente inesperado tirón de orejas a Emilio Romero, director del periódico, para que Pueblo dejara en paz al joven Isidoro. A partir de este punto sólo cupieron elogios al joven cachorro socialista.

Felipe, prosiguiendo con su plan, no sólo se desmarcó de todo trato con el resto de las fuerzas de izquierda, sino que fundó por su cuenta, un año después, la Plataforma de Convergencia Democrática.

Ya no había una izquierda, sino dos. Cautiva y derrotada la oposición, el Sistema alcanzó sus últimos objetivos y la bomba de relojería que era el incierto futuro para los políticos franquistas quedó desactivada. Así se aseguró el continuismo bajo la forma de una monarquía que heredaría a Franco y se apoyaría en cuatro firmes pilares: Ejercito, Iglesia, Prensa y Partidos Políticos (este último en sustitución del Movimiento).

El viejo truco de cambiar lo accesorio para que no cambiara lo fundamental requería, no obstante, una mano firme y hábil. La persona escogida por las altas instancias que manejaban los hilos de la política nacional fue Torcuato Fernández Miranda, antiguo preceptor del príncipe y preclaro cerebro atestiguado a lo largo de una larga y brillante carrera política en el franquismo. Fernández Miranda fue nombrado presidente de las Cortes en el delicado momento de la apertura política. Al mismo tiempo apaciguaron a la derecha más irracional y ultramontana confirmando en su puesto al presidente del gobierno escogido por Franco: Arias Navarro.

Arias Navarro formó gobierno continuista (con algunos adornos aperturistas prudentes) y templó gaitas concediendo cierta libertad a la oposición política.

No obstante, como el que algo quiere algo le cuesta, los viejos tiburones del franquismo que optaron por prolongar su singladura en la nueva era tuvieron que someterse a un proceso de blanqueo y cirugía y fueron maquillados en simpáticos delfines. Torcuato Fernández Miranda, Alfonso Armada, Fraga Iribarne, de pronto convertido en político liberal y democrático después de su paso por la embajada de Londres, Sabino Fernández...

El propio monarca, que también había crecido a la sombra del dictador, recibió el marchamo democrático especialmente a partir del 23 de febrero del año 1981, el frustrado golpe de Estado, cuyos misterios todavía están lejos de haberse desvelado.

Todos habían sido demócratas de toda la vida, lo que ocurre es que durante el franquismo tuvieron que disimular y templar gaitas y ello incluía jurar los Principios Fundamentales del Movimiento, vestir el uniforme de la Falange y todo eso. Sólo muchos años después se ha desvelado que Franco gobernó durante cuarenta años rodeado de demócratas expectantes y que todos ellos eran, además, monárquicos de toda la vida.

¿Y los políticos de izquierda?

También a ellos les cupo experimentar su emotivo y particular camino de Damasco. Durante la larga travesía del franquismo, habían vivido de sus retóricas y hasta se las habían creído, pero cuando los acontecimientos los trasplantaron bruscamente al centro del ruedo nacional advirtieron su terrible carencia: no contaban con unas mínimas bases organizadas. Los partidos de izquierdas eran sus dirigentes y una claque entusiasta y distante, el resto del teatro estaba vacío. Sus posibles espectadores no tenían tradición alguna, educados en el conformismo y el miedo, no sabían para donde mirar ni qué creer. Sólo una minoría de ellos compraba los textos de El Ruedo Ibérico y los catecismos de una editorial oportunista con  títulos tan reveladores como, ¿Qué es socialismo?, ¿Qué es democracia?, ¿Qué son los partidos políticos? o ¿Qué es el sindicato? Ante la cruel realidad de este yermo, los políticos profesionales surgidos del frío de la oposición podían arriesgarse a animar el cotarro desde dentro, lo que requería tiempo y esfuerzo, para llegar a alcanzar unos resultados imprevisibles. Pero si tomaban esa vía se arriesgaban a ser desplazados por otros líderes de sus propios grupos más capaces de manejar situaciones prácticas. La otra posible salida consistía en cambiar de chaqueta, ahorcar los ideales cacareados durante cuarenta años, pactar con el franquismo y ocupar las poltronas que se les ofrecían. Tuvieron tiempo para pensárselo mientras Franco laboriosamente agonizaba en La Paz. Y al final todos lo vieron claro: que más vale pájaro en mano que ciento volando. El pájaro en mano lo ofrecían los poderes fácticos, los dueños del cotarro nacional. Y se avinieron a negociar con el presidente Suárez, es decir, con el franquismo. Es lo que se llamó "ruptura pactada". Olvido de las diferencias, todo sea por la preservación de la paz. Ya eran todos políticos profesoonales. Coche oficial para todos. Carrera política para todos, franquistas incluidos, a partir de cero y olvido de viejos agravios. La merienda de negros estaba servida. Suárez y Carrillo a partir un piñón. Flores para la Pasionaria. Vivas al rey. Sin consultar a nadie, personas designadas a dedo redactaron una Constitución a puerta cerrada.

El Gran Hermano americano invitó: "Pasen ustedes con los pantalones en la mano." Y con el fondo del rascacielos que tanto inspiró a Lorca, dijo Felipe: "Prefiero morir apuñalado en el metro de Nueva York que en un campo de concentración de Rusia."

(...)

El PSOE quedó definitivamente instalado en el centro. Lo sacaron de pila, en su nueva imagen moderada y homologable en Europa, Willy Brandt, Pietro Nenni y François Miterrand. El bautizo, en el que no faltaron champán y caviar iraní, costó mucho más de lo las modestas cuotas de las bases permitían, pero el Gran Hermano se mostró generoso para la ocasión e hizo llegar sus dólares disfrazados de marcos o incluso en la imperialista forma del propio dólar, qué más da, si nadie se va a quejar (pero luego todo se sabe). Ya estaba cristianizado el PSOE. Ya podía comenzar la conquista del poder.

(...)

¿Qué ocurrió? Que el personal que antes había votado a UCD no tuvo inconveniente en votar al PSOE, la viva imagen de la modernidad y la decencia. Obraron el milagro tanta valla publicitaria, tanto Felipe Nadiusko empapelando los muros y buzones del país, multiplicado hasta la saciedad en traje de joven y honrado paladín de la modernidad y la eficacia. España cambió de líder como se cambia de detergente.

Son como críos, comentó El Gran Hermano sonriente al firmar la factura. Se había salido con la suya, el puñetero.

El PSOE, ya definitivamente situado en el centro, se hizo acomodaticio a imagen y semejanza del jefe (también llamado Dios) y, fiel a las consignas de los padrinos capitalistas, no tuvo inconveniente en reconocer que donde dije digo, diego Diego: integró a España en la Comunidad Europea y en la OTAN haciendo malabarismos con el credo socialista ("OTAN de entrada, no"). Con el ideal republicano también se fue al garete el ideal de un estado no confesional. Tierno Galván, el viejo profesor pasado al felipismo (los números rojos del partido redimidos a cambio, el odio visceral a Felipe y a Guerra aplazado), colocó un gran crucifijo sobre su mesa de trabajo, presidió procesiones y tuvo un entierro digno de un pontífice o de un rey. La Iglesia, que viéndolas venir había situado sus huevos, sabiamente, en las dos cestas, había vencido también en toda línea. Y la prensa que había sido franquista hasta antesdeayer se volcó en apoyo del olvido del pasado y de la invención del presente desinformando cuanto fue menester. También los grandes periodistas tenían basura bajo la alfombra. Mejor no meneallo. 

Eslava Galán, Juan (1995)  La historia de España contada para escépticos,  Barcelona: Planeta


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