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sábado, 4 de junio de 2011

Nívea

"El albur de la displicencia serena marca un antes y un después, de quienes la vida observan alienada la realidad de la concupiscencia. Esa acumulación desordenada de la realidad con ambages, que impone vivir como mejor se pueda. El legado patrimonial intangible de tántalo y azucena sesga los caminos con indeterminación en el juicio. La vacuidad sacrosanta se eleva a los altares contingentes, cercenando el rigorismo encorsetado de los arquetipos ideológicos tradicionales." piensa la bella Nívea mientras devora el desayuno de la misma forma que lo hace días tras día con la vida. Nació para ser una refinada dama de porte señorial, una matrona fecunda dueña de la casa, culta y refinada; destinada a apagarse entre las encorsetadas paredes de esa casa, que como su alma se estaba cayendo a pedazos. Su fisionomía se había aliado a su destino: unas caderas ampulosas y unos senos enormes en una vetusta ciudad provinciana, significaban un sano heredero que perpetuara el linaje de alguna de esas familias de la alta sociedad, condenadas a extinguirse por siglos de endogamia. Su padre, desoyendo sus insistentes súplicas, había concertado un matrimonio con un noble heredero, cuyo título pesaba más que su escasa y cuestionable fortuna. La dote de Nívea subsanaría los problemas económicos de la familia Augusto; a cambio ellos culminarían las aspiraciones políticas de su padre, un alcalde arribista de provincias.


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