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lunes, 2 de noviembre de 2009

Spleen


Ya no escuchaba ese monólogo interior, que incesante le repetía cuán feliz habría de ser si encontraba aquello que fuera lo que buscase. Un día se despertó solo, tras haber llorado amargamente perder aquello que nunca fue suyo. Pero meditabundo y serio, como era propio de su carácter adusto de persona transnochada, decidió no mirar atrás y olvidar esos ideales de juventud, testigos de su evolución, de su crecimiento en este arduo solaje denominado experiencia. En múltiples ocasiones se desgarró ante esa realidad, empeñada en demostrarle que la vida no era como se la habían contado esos libros, que devoraba insaciable sediento de conocimiento, y que no existía un manual de instrucciones para mostrarle que había de vivir, cómo había de vivir. Se replegó en sí mismo, escuchaba las conversaciones de quienes le rodeaban sin intervenir, sin dejar sentir su parecer, hecho extraño en alguien que incansable había defendido con el ardor de un maqui sus ideas. Sus ideas, las únicas compañeras de una difícil infancia, de una traumática adolescencia, se volvían obsoletas, aplastadas por el azar, que lo bamboleaba como si de un barquito de papel en el estanque se tratase. Se sentía una marioneta ante los caprichos del destino, en el que jamás había creído, como si Dios, Ahllah, Yahweh o como quiera que se llamase, desde las alturas se empeñase en jugar a soldaditos de plomo, desde su majestuoso palacio marmóreo. Qué difícil era anhelar aquello que escapaba de sus dedos, a pesar de sus intentos desesperados por respirar entre esas aguas putrefactas, que le negaban una sola petición: piedad. Amó, amó tanto que se desgarró el alma hasta el dolor, hasta esa yaga granate que ningún otro ser humano podía apreciar en toda su plenitud decadente. Perdió la luz, la inocencia, la fuerza libertaria de salvarse, salvarnos de este duro trance que supone la vida. Y se dejó arrastrar por los problemas cotidianos (pagar el alquiler, la luz, las matrículas de la universidad...), no siendo consciente de cuánto habría de destrozarle esa pérdida. La pérdida de la voluntad, la abulia nihilista de quien ya no tiene nada que ganar, puesto que cree que definitivamente lo ha perdido todo. Todo, pero no un todo épico o trágico, sino un todo cómico, ridículo por sus aspiraciones imposibles, por su desdicha desmesurada, por su razón rota. Y es cierto, hubo una noche, lejana ya en la memoria, en la que te quise, os quise... pero no bastó para salvarte, salvarnos de este abismo inespugnable que supone perderte, perderos. Te amé, os amé con la dura molicie de la incomprensión, con los miedos, las inseguridades, la tibieza del juicio y la luz de la niñez inexplorada. Hay un pero, mas es un pero parvo, y es dolerse de haber dado tanto, que se quedó sin nada. No existe nada en él que ofrecerte, puesto que nada posee excepto lo que es, el escepticismo del estoico, que cansado de tanto esfuerzo se resigna en su derrota asumida. Hubo un tiempo en que fuiste "todas las que quise o quiero" pero ya no más, no más de esas mentiras que bañan de ilusiones las miradas, no más de esos besos que estremecen el alma, no más de esos resentimientos que yagan la mano que habría de escribirte cuánto te quiso. Un caballero, un señor... ¡ja!, perdóneme, pero vino a menos. A la mendicidad mediocre de las aspiraciones mundanas quedó reducido su porte. El futuro es incierto cuando ya se descree. Ser agnóstico de todo cuanto conlleva un "para qué vivir", es el único legado de vuestros besos, canciones de encuentro y de despedida, poemas de amor locura y muerte, cigarros consumidos por el dolor de perder. Ahora sólo le resta una caja oxidada de bombones, en la que guardar recuerdos, carentes de sentido. Creyó en sí mismo, con la certeza de haberse desperdiciado en un nosotros, olvidando lo más importante de todo: sólo se tiene a sí (envejecido, pobre y hastiado), pero sólo este cuerpo doblegado a fuerza de tedioso mal de siglo.

2 comentarios:

Violeta dijo...

Duele de tan real... de tan sincero... porque yo también sufro este tedioso y puto mal de siglo. Y porque siento en mi carne tu dolor, como tú sientes el mío.
Nos invade este Spleen en todas sus variedades idiomáticas: a la francesa (cuando lo narcótico invade), a la alemana y chinescamente (expresemos nuestra ira que ya se acabó el todo vale, que ya se acabó aguantar los 'yo es que soy así')

[Estabas precioso dormido esta mañana]

Anónimo dijo...

Ojalá mi querido noviembre se lleve ese spleen, querido Perce.